EL ÁREA

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domingo, 12 de junio de 2011

¿POR QUÉ LEER LOS CLÁSICOS?

Empecemos proponiendo algunas definiciones.

I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy
releyendo...» y nunca «Estoy leyendo ...».
Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de
vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro
con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale
exactamente como primer encuentro.

El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña
hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído
un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas
que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre
queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.
Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano.
¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos
novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En
Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de
ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en
Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos
lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría
reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a
recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas.
Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos,
cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había
leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió
que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa
genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo
ensayo.

Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad
madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir
que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La
juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un
sabor particular y una particular importancia, mientras que en la
madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y
significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:


II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.

En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por
impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de
uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo)
formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura,
proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación,
esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza:
cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la
juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura,
sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman
parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos
olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse
olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos
dar será entonces:

III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.

Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia. En realidad podríamos decir: